24 noviembre 2006

Pastor de caracoles

"Pastor de caracoles, cazador de vientos, médico de las incertidumbres, abogado de los jueces, profesor de calizas fétidas, policía de los pensamientos, sacristán de los ateos, comercial de la honestidad, basurero del mediodía, banquero de la letras, escritor del capital, poeta de los sentimientos."

Coquinas



Pastor de caracoles:
"El Búho" había emigrado a Barcelona. El hambre de la posguerra era mucha y le hizo salir del pueblo a buscar otros horizontes y, lo que son las cosas, añoraba el guiso de caracoles serranos que tanta hambre le quitó. Desde la capital escribió a su compadre "El Pulguilla" que le buscase unos caracoles en la sierra y se los mandase cuando pudiese. José "Pulguilla" salía a la sierra, echaba el día y volvía con el zurrón lleno de caracoles. En casa los pastoreaba con moyuelo y guardaba en jaulas de pájaro unos meses para, una vez limpios, ir mandandolos poco a poco a su compadre.

Médico de incertidumbres:
Salía a la calle pertrechado con su fonendo. Al oído tenía que averiguar todos los males. Un día apareció por casa para tratar a mi suegro diabético, que había perdido el sentido.
- ¿Le damos insulina?
- ¿Y si es por poca azúcar?
- ¿Le damos azúcar?
- ¿Y si es por hiperglucemia?
- Bueno ¿Qué?
- Vamos a dejarlo aquí sentadito, a ver si se le pasa.

Profesor de calizas fétidas:
Era profesor de naturaleza y cuando salía al campo con sus alumnos disfrutaba enseñando no sólo a mirar, sino a ver lo que miraban, a oler, probar o tocar todo lo que les rodeaba para integrarse con lo natural y no olvidar lo captado mediante el tacto, la vista, el gusto o el olfato. Les daba a probar las "vinagreras" para que recordasen que habían venido de África del Sur, (en algún pueblo aún las llamaban "hierba forastera"). Les hacía oler las calizas, para que pudiesen distinguir los mármoles fétidos. El oído lo tenía duro y le costaba identificar a los pájaros por su canto, pero les obligaba a quedar en silencio para escuchar el ruido del campo. Eran otros tiempos, cuando aún había alumnos que quedaban extasiados por el hecho de aprender.

Policía de los pensamientos:
Llevaba el uniforme de bedel como si fuese un general en plaza y en realidad era el que mandaba. Colocado a la puerta del instituto no dejaba entrar a nadie sin corbata, pero lo peor era cuando te veía llegar con el "Triunfo" en la mano, te leía tus pensamientos, y por no verle la cara, dabas la vuelta y te colabas por la puerta trasera. Había ejercido de guardia civil toda la guerra y posguerra, y se creía aún en el frente.

Comercial de la honestidad:
Ejercía de tendera y llevaba la cuenta de lo fiado, marcando mediante muescas en canutos de cañavera. Sin saber leer ni escribir, se valía para sisar a la clientela; si algún día había alguna duda en lo debido, ponía delante su honestidad y todo quedaba arreglado.

Sacristán de los ateos:
No creía ni en Dios, pero tenía que recorrer los pueblos para convencer a los curas de la necesidad de cambiar el reloj del campanario por otro nuevo, A veces le llevaba varios días, durante los cuales ejercía de sacristán detrás del cura para poder ganarse unas pesetillas. Entre viaje y viaje recalaba por la pensión "Villa Rosa" y sermoneaba a los estudiantes con las ventajas del ateismo.

Poeta de los sentimientos:
Escribía versos a su musa, una morena de trenza larga. Una tarde se citaron en la plaza Larga del Albaicín y aún hoy, está esperando en el fondo de su corazón.

09 noviembre 2006

Buscar la vida

Era un buscarse la vida. Pan para hoy, y mañana Dios dirá. Recorrían el pueblo pregonando su trabajo y ofreciéndose para vender, cambiar o componer.
¿Cuándo se perdieron estos oficios? ¿Quién fue el último en reclamar a voces, por una y otra calle, la atención de los posibles clientes? Nadie lo sabe.

¡Niña el laterooo! ¡Se componen latas, ollas, cacerolas, palanganas! Una larga retahíla iba pregonando el latero. Su negocio descansaba, sobretodo, en ponerle asas a las latas de leche condensada. Con ellas fabricaba pequeñas jarras para recoger agua, guardar el aceite frito o para usar a modo de taza de café. También remendaba culos de ollas y cacerolas que el uso había hecho casi inservibles. A veces, esos cacharros tenían más remiendos de estaño que parte original, pero se reciclaban y usaban.

El lañador, ¿quién no recuerda al lañador? Qué maña se daba en reparar lebrillos, orzas y tinajas de barro. Con qué paciencia unía los trozos con lañas y masilla, dejándolos en buen uso aunque con desigual estética.

¡Se atirantan y recortan somieres y colchonetas! ¡Se arreglan sombrillas! Pregonaba el sombrillero. ¿Desde cuándo no oímos su cantinela un lluvioso día de invierno? Si le salía un somier, echaba el día, lo tomaba con calma y ya no pregonaba más.

¡Al rico pirulí! ¡Y qué bonitos los pajaritos, con su colita y su piquito! ¡Aligera, aligera que me voy a ir!. Portaba sus caramelos con palito, hincados en un cono blando y alto que apoyaba sobre el hombro. Tan alto era que le sobrepasaba el sombrero, porque el hombre de los pirulíes gastaba sombrero negro de gamuza. Por una perra gorda podía darte un pajarito pequeño.

¡Macucas a tres la gorda y una la chica..! Recorría las calles, ya en verano, cuando el tiempo de las macucas, que habían sido recolectadas de las palmeras del “Chalet” de la Torrecilla. Por una perra chica te daba una macuca. Si le ofrecías diez céntimos te daba tres, (“marquétin” comercial).

¡A los ricos mostachones..! Pregonaban por las mañanas los hijos de Cachicuerno, que tenían permiso del maestro para llegar tarde y poder vender la mercancía antes de ir a la escuela.

Sin hacer ruido, cuando menos lo esperaba, aparecía el listero. Vendía ropa, muebles o cualquier cosa a plazos de peseta o de duro, diario o semanal. Sabía adaptarse a todos. Éste sí sacaba para vivir. Había temporadas que producía auténticas desbandadas en la calle. Las mujeres se escondían cuando la cosa estaba peor que negra: rachas de lluvia seguidas o porque los boniatos no los compraba nadie.

El afilador hacía sonar su monótona flauta, anunciando viento para mañana. Nadie tenía la explicación, pero a su paso se corría la voz de que al día siguiente habría viento. Con el curso del tiempo, aquel artilugio de dos ruedas que empujaba el hombre de la gorrilla, dejó de funcionar a golpe de pie. Los tiempos cambian que es una barbaridad y, al poco, el negocio se
asentó primero en una bicicleta y luego sobre un ciclomotor (la "amotillo"del afilaor). El afilador fue el único que progresó y no se lo comió el progreso.

El buhonero cambiaba las botellas por globos y otras baratijas. También se interesaba por el hierro viejo. Pregonaba: ¡Compro hierro viejo…!

Las arropías las vendía el arropiero. Qué bien olían. En su casa las fabricaba con miel de caña, y después las paseaba por todo el pueblo. Era a principios de mayo, por el día de La Cruz.

¡Miel de calderaaaa…! Gritaba el melero para ofrecer la miel de cañadú.

Al matutero no se le veía. Se dedicaba a pasar de matute por el Fielato las chacinas, el azúcar y demás productos de estraperlo. Era sacar unas perrillas al no pagar el impuesto de consumo. No había llegado el IVA.

El recovero recorría los cortijos y casas con dos grandes canastas, una en cada brazo, cambiando huevos por platos y tazones de loza.

El sillero. Sentado a la puerta del cliente, al menos empleaba dos horas en echarle el asiento de anea a una silla cualquiera. ¿Quién encuentra a un sillero desde que Cortés se marchó? Nadie.

El lechero también era un clásico. Paraba a sus cabras de vez en cuando para atender a las mujeres, que salían a la puerta de la casa con sus vasijas al reclamo del cabrero y por unas pesetas te rellenaba de espuma el cazo. Servicio a domicilio antes de llegar el “Internet”.

¡Helado, rico mantecado, helado! Los valencianos aparecían por el pueblo a principios de verano. ¿Cuándo van a llegar este año los valencianos? Buenos helados elaboraban. Unos días eran de fresa y mantecado, otros días tocaban los de chocolate y tutti fruti. El corte quedaba reservado a los pudientes.

El carro de los helados era toda una ilusión, y la voz del sonriente heladero tenía un timbre peculiar.

Ninguno hacía el agosto. Era un sacar para vivir, para ir tirando y quitarse, con sudor e ingenio, el hambre de la posguerra. Años duros en los que la única salida fue emigrar. Mucho tiempo, muchos años. Primero a las Américas y después, cuando aquello se puso peor, a Alemania o a Barcelona. Buscar la vida donde fuese.

Piedra y Lagartijo.

03 noviembre 2006

Dolores “La Reina”

Este día había convocado a los espíritus. Era un día gris, plomizo, lluvioso, no con una lluvia tranquila, llovía con aguaceros de tormenta y el empedrado de la calle relucía con cada relámpago. Parecía un día de invierno aunque estábamos en el mes de los difuntos.
Dolores temía que su difunto Paulino (que Dios guarde pronto en su seno), resbalase en esa calle y se esnoclase por segunda vez. Ya lo había hecho hacía 16 años y desde entonces vagaba por las calles del pueblo. Claro que ella lo tenía muy fácil, cada vez que sentía necesidad de consultar algo lo convocaba, y su difunto, a veces solo y otras acompañado de parientes, acudía a su llamada.
Hoy tenía lo de su Carmela y aunque el día no acompañaba era urgente la consulta. Carmela se había subido a la ventana antes de tiempo y el cura para casarla, exigía que fuese de madrugada y de color. El cura, como otros muchos, se había autonombrado guardián de las virginidades ajenas y no permitía que una preñada se casase de blanco.
A ella, lo de la madrugada no le parecía malo, casándose al amanecer, tenían todo el día para ellos y les podía cundir. No pasaba por lo del vestido, nadie tenía que pregonar la desgracia de su hija.
Parece que la estoy viendo, como si fuese ayer. Entraba en el cuarto largo junto al patio y dejaba la puerta entreabierta para que los espíritus pasasen cómodamente. Apoyada en la cañavera de la escoba, en una esquina, discutía con su difunto:

- A lo hecho, pecho.
- No es eso. Es que no es quien para meterse con el vestido.
- Mujer, no puedes discutir con el cura. El que manda, manda.
- Y tu hija, ¿Qué dice?
- Ella calla, lo que digamos nosotros.

Dolores, para salir a la calle, se colocaba su pañuelo negro en la cabeza y se le subía el orgullo a la cara, entonces parecía afilarse un poco más la nariz y la mirada se hacía más penetrante. Conocía que el poder suyo de convocar a los espíritus era sólo de algunos señalados y andaba muy erguida, como una reina.

(Dolores, ejercía de espiritista, consultando y transmitiendo recados a los espíritus. En el pueblo era conocida como Dolores “La Reina” y en realidad su prestancia era tan llamativa que el apodo le venía como anillo al dedo.)